FICÇÃO PÓS-APOCALÍPTICA

Ariel Gómez Ponce

Ficciones pos-apocalípticas es la categoría utilizada para englobar el conjunto de narrativas dedicadas a imaginar las consecuencias de cataclismos mundiales. Se trata de una forma muy recurrente en la literatura del siglo XX y XXI, aunque su explosión masiva se deba principalmente a la ciencia ficción y el fantástico cinematográfico de mediados de siglo pasado. Las ficciones pos-apocalípticas serán también una de las formas preferidas del terror posmoderno (PÉREZ OCHANDO, 2017), ilustrado en filmes taquilleros tales como Twelve Monkeys (GILIAM, 1995), Mars Attack (Burton, 1996), Armageddon (Bay, 1998), 28 Days Later (BOYLE, 2003), The Day after Tomorrow (EMMERICH, 2004) o, más actualmente, películas como A Quiet Place (KRASINSKI, 2018). Los desastres naturales (terremotos, maremotos, meteoritos, pestes), las invasiones de otras formas de vida (alienígena o especies primitivas como grandes saurios), la irrupción masiva de la monstruosidad (zombies, vampiros), o bien las imprudencias de lo humano (guerras nucleares, armas biológicas) son ejemplos de aquellos escenarios que lo pos-apocalíptico elabora, movilizado por un impulso distópico que exhibe cómo las sociedades podrían convivir con las secuelas de grandes catastrofismos y sobrevivir a su extinción. Como observaremos seguidamente, en estas narrativas, el apocalipsis debe pensarse, en líneas generales, como catalizador de los miedos sociales, pero también como motor histórico del imaginario del progreso (PADILLA, 2012).

Si, en tiempos más recientes, Stephen King se posiciona como uno de los emblemas de esta vertiente que es sintetizada en su serie The Stand (1994), The War of the Worlds (1898) de H.G. Wells puede, por su parte, ser considerado uno de los textos literarios fundacionales, cuya repercusión ha logrado que sea incansablemente traducido a diferentes lenguajes culturales. En la actualidad, la novela permanece en la memoria popular, no solo por sus repercusiones (vale recordar la versión radiofónica de 1938 que provocó pánico entre los oyentes, quienes se creyeron el relato), sino por el modo en que retrata inquietudes profundas, más allá de aquellas vivenciadas por la sociedad victoriana. Pues, en la obra de Wells, la crónica de la invasión marciana parece ser secundaria en relación al protagonismo que adquiere una Inglaterra agobiada por la destrucción.

No obstante, esta preocupación cultural por tratar el fin del mundo tiene una larga tradición histórica. Para entender su desarrollo, resulta pertinente la puntualización de Geneviève Fabry e Ilse Logie (2009), quienes prefieren hablar de un “imaginario apocalíptico”: compleja red de representaciones sobre un fatalismo, las cual despliegan un ciclo narrativo organizado en torno a los conceptos de principio y de fin. Esta imaginería se enraíza en mitos escatológicos que poseían carácter profético para las sociedades arcaicas tanto occidentales como orientales (IVANOV, 2002). En detrimento de las cosmogonías (abocadas al inicio del universo), la mitopoética escatológica describía la eclosión de las fuerzas del caos que venían a atentar contra el orden y la civilización. Valga de ejemplo el Ragnarök de las culturas germano-escandinavas: batalla final de los dioses que concluye con la extinción del mundo, pero que, asimismo, da surgimiento a una nueva vida, en un esquema de muerte-renovación que se repite durante toda le eternidad. También, las mitologías griegas, hindúes y mayas compartían este modelo de mundo caracterizado por una temporalidad cíclica (LOTMAN, 1970), determinada por periodos biológicos como el cambio de las estaciones, la rotación de los astros o la sucesión día-noche.

Sin embargo, como bien señala el historiador Jean Delumeau, un punto de inflexión adviene con la tradición cristiana, la cual transformó el concepto de “fin de los tiempos” en un “fin de la historia” (1999, p. 73). Ello equivale a decir que la creencia del cristianismo se sostiene en una temporalidad lineal cuyo desenlace es de carácter conclusivo. Desde entonces, la idea de “final” resulta definitiva y sin posibilidad de restitución cíclica, introduciendo además un factor ético que alegoriza la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, y que es reforzado por el juicio final a los vivos y a los muertos que precave el Apocalipsis: epílogo del mundo que el libro bíblico de San Juan sintetiza a través de múltiples y controvertidas profecías. Con el tiempo, el avance intempestivo del cristianismo hará que el Apocalipsis y el Armagedón (espacio donde los ejércitos se encuentran para su última batalla) devengan términos privilegiados para que las culturas occidentales signifiquen el pánico ante una posible devastación total. Así lo demuestra, por ejemplo, el Medioevo con su obsesión por retratar este imaginario en sus retablos y vitrales, en un intento por explicar la eclosión de pestes, guerras y hambrunas que hostigaron a las sociedades durante siglos.

Puede parecer contradictorio, pero la paulatina secularización de los imaginarios occidentales exhibe una intensificación de este mito. Un punto de partida para pensar este cambio paradigmático yace en los inicios de la Edad Moderna, cuando la preocupación por interpretar las profecías apocalípticas irá en paralelo con la persecución masiva de las brujas y de todo aquel sospechado de herejía y satanismo. Estudiosos como Jean Delumeau (2012[1978]) y Yuri Lotman (2008[1989]) coinciden en definir esta histeria colectiva como una reacción ante las revoluciones técnicas: ello es, un miedo exacerbado ante progreso de la ciencia. Pero lo que esta apreciación refuerza es la premisa del mitólogo Viacheslav Ivanov (2002) para quien los sentidos escatológicos, independientemente de su función religiosa, se actualizan sistemáticamente en momentos de grandes crisis, porque les permiten a las culturas volver inteligibles otras ansiedades y temores que circulan por sus imaginarios.

Por ello, llegado el siglo XX, la experiencia traumática de las grandes guerras y los holocaustos devendrán estímulo para una nueva experimentación de los temas apocalípticos. Principalmente, será la Guerra Fría con su carrera armamentista entre superpotencias y su riesgo constante de una MAD (siglas en inglés para referir a una “destrucción mutua asegurada”), el periodo que más alimentará los argumentos de un cúmulo de ficciones que se interrogan por los modos en que la civilización moderna podría afrontar un cataclismo de orden global. Obras literarias como Earth Abides (STEWART, 1949), I Am Legend (MATHESON, 1964), o La planète des singes (BOULLE, 1963) sintetizan estos temores colectivos, al tiempo que recuperan la tradición forjada por Wells y revitalizan los relatos de los antiguos mitos escatológicos. Pero debe destacarse que estas ficciones literarias tratan, más bien, con textos representativos de ese orden popular que, durante la segunda mitad de siglo, reforzó la interconexión entre arte y mercado. Incluso, este renovado interés por el fin del mundo hizo del cine hollywoodense masivo su laboratorio privilegiado y, en el marco de este lenguaje audiovisual, las ficciones pos-apocalípticas delimitarán las fronteras de sus formas, emergiendo como un género por derecho propio.

En el contexto de la Guerra Fría, comienzan a cristalizarse algunos motivos que el paso de las décadas estereotipa y que, por su recurrencia insistente, hoy pueden ser fácilmente reconocidos por el público. Tómese por caso el miedo ante el desastre nuclear que han ficcionalizado filmes como Mad Max (MILLER, 1979), o bien Planet of the Apes (SCHAFFNER, 1968), en donde la humanidad vuelve a foja cero, atravesando una vez más el proceso evolutivo (social en el primer filme y biológico en el segundo). La invasión del extranjero, trabajada bajo la alegoría de una colonización extraterrestre, es otro motivo que se desprende de este periodo de Guerra Fría en donde el pavor adquirió un carácter omnipenetrante. Películas más recientes como Independence Day (EMMERICH, 1996) resumen esta intervención de las figuras alienígenas, las cuales no solo dan cuenta del temor ante otras formas de vida posible, sino que además funcionan como una intensa metáfora que esconde formas del racismo, xenofobia y miedo al otro. También, la revolución de las máquinas y su consecuente conquista de lo humano aparece como una constante, ejemplificada cabalmente por la saga de Terminator, iniciada en 1984 por James Cameron. En este caso, al tiempo que reintroduce el problema de la inteligencia artificial y el mito frankensteiniano, la figura del robot pone en escena, una vez más, la aprensión social ante los avances en materia de armas tecnológicas.

Pero la robótica no es el único campo plausible de una rebelión pues, en estas ficciones, la naturaleza es propensa a generar su propia revuelta. Los desastres ecológicos son una temática iterativa en lo pos-apocalíptico, aunque también lo son las armas biológicas que la humanidad, sin pensar en las consecuencias posibles, desarrolla. En este motivo, subyace la idea de que, eventualmente, el orden natural emprenderá su venganza, ora a la manera de catástrofes como terremotos, tornados o tsunamis, ora a través de otras formas de vida que le disputarán al sujeto humano su aparente primacía. En relación con ello, puede recordarse el zombie, y el modo en que dicha figura ha surcado un cambio de óptica durante el siglo XX: es decir, desde el mito vudú en donde los muertos resucitados se ponen al servicio de un amo, a la invasión de estos seres que terminan por conquistar el mundo. Con su Night of the Living Dead (1968), George A. Romeo (1940-2017) da inicio a este nuevo paradigma que dará lugar un género autónomo, reconocido hoy como “apocalipsis zombie”. Se trata de una deriva que parece reforzarse en las últimas décadas con el avance de la pandemia de HIV (NASSIRUDIN, 2013), puesto que el carácter zombie es, en estos relatos, transmisible cual enfermedad infecciosa.

Podría objetarse que, por el modo en que despliegan universos hipotéticos, estos motivos guardan una cercanía con las formas de la distopía y, fundamentalmente, con géneros como el ciberpunk. Sin embargo, las ficciones pos-apocalípticas ofrecen un desplazamiento de interés, puesto que ellas focalizan en el contexto posterior a las grandes catástrofes, invasiones o revoluciones. Dicho de otro modo, el problema central de estas narrativas yace la reconstitución de la humanidad y su civilización, una vez que la tragedia ya ha acaecido. De allí que un importante cúmulo de relatos comiencen in media res, componiendo incluso un arco argumental bastante esquemático: una hecatombe que produce el fin del mundo (usualmente, elidida del relato) y una humanidad que, en cierto modo, se halla en vías de reinicio y se esfuerza por reedificar su ordenamiento social. Este aspecto interesa, dado que arrostra la pervivencia de uno de los antiguos motivos escatológicos que permanecerá en los imaginarios apocalípticos más contemporáneos: la muerte de una generación entera y su subsiguiente restauración, a veces metaforizada en la resurrección de la naturaleza (IVANOV, 2002). Por ende, cómo recomponerse del Apocalipsis es un interrogante insistente en novelas, filmes y series que hacen del fatalismo su tema central, ello sin perder de vista las vicisitudes que una sociedad que, ante el desastre, deja entrever sus vilezas.

Vale señalar que estudiosos como Fredric Jameson (2009) han puntualizado que, en la contemporaneidad, este género parece siempre movilizado por las crisis económicas y sociales. En este último sentido, el problema de la supervivencia esconde un problema moral que atraviesa de principio a fin las ficciones pos-apocalípticas. Pues lo que estas narrativas muestran es la fragilidad de los contratos sociales y una nueva imposición de los más fuertes, dentro de un contexto donde aflora la anarquía y donde los interdictos culturales permanecen ausentes. No en vano, en estas ficciones, abundan las formas del darwinismo social y, en la actualidad, la serie The Walking Dead (AMC, 2011) es el relato que mejor ejemplifica esta inclinación. En esta historia, los zombies son casi una excusa para mostrarle al espectador lo que podría suceder en un mundo carente de ley y orden: el intento desesperado de los protagonistas por reestablecer el socium se ve acaso opacado por la corrupción y el envilecimiento de los antagonistas, más que por la invasión de los no-muertos. Esta parece haber sido una misión fundada por George A. Romero, padre de esta particular vertiente pos-apocalíptica, quien nos recuerda que “los villanos de mis películas son siempre los vivos, no los muertos” (2015, la traducción es nuestra). Desde esta lectura, el cuerpo pútrido del zombie resulta una metáfora de un cuerpo social en proceso de desintegración, crisis visible solo en los tiempos posteriores a la catástrofe.

Asimismo, en las ficciones pos-apocalípticas, importan las construcciones espacio-temporales dado que enmarcan el fatalismo y estos avatares de lo social. Las ciudades en ruinas invadidas por una vegetación que ha logrado abrirse paso, y los territorios desérticos en donde toda forma de vida es abolida, ilustran estos panoramas devastados que le brindan significado al desenlace del Apocalipsis. Junto con aquel esquema argumental simple que comentáramos líneas arriba, esta escenificación de la catástrofe le permite a los motivos pos-apocalípticos bucear por diferentes matrices genéricas, tales como la ciencia ficción, el fantástico, el drama, o incluso la comedia (recordemos, en este último sentido, el filme británico Zombie Party -Wright, 2004- o, aún más reciente, This is the End – ROGEN, 2013-). El espacio y el tiempo son, por tal motivo, elementos narrativos centrales que colaboran con el contrato de lectura que se pauta entre el texto y el lector/espectador: en su conjunción, componen ese ambiente desolador que advierte sobre un mundo que ha sido hostigado por algún tipo de catástrofe.

Resulta posible pensar que dicho contrato de lectura se pone en crisis con el atentado al World Trade Center: exposición en vivo y en directo de aquellas catástrofes imaginadas por la ficción durante décadas. Según sugieren Fernando de Felipe e Iván Gómez (2011), la irrupción del 11-S muestra una industria fílmica que debe volverse más creativa, viéndose obligada a reinventar aquellas gastadas ficciones apocalípticas que ahora se volvían tangibles y reales. Desde entonces, este género comienza a experimentar con el terrorismo, los movimientos sectarios y el desarrollo de nuevas armas biológicas, motivos que suelen ser problematizados a través de metáforas no siempre transparentes. El suicidio masivo y misterioso de la población mundial en la exitosa The Happening (SHAYAMALAN, 2007), o bien las fuerzas extrañas y nunca expuestas que invaden en Bird Box (BIER, 2018), ejemplifican claramente el intento del orden estético por darle forma a un miedo inidentificable y silencioso que, empero, pone en riesgo la humanidad. En todos los casos, puede sostenerse que el miedo introducido por el 11-S se hace visible en cierto carácter espectral y en el acecho de algo indecible que trasciende la posibilidad de ser comunicado, pero que las ficciones pos-apocalípticas pretenden recomponer (GÓMEZ PONCE, 2020).

Por lo demás, como bien ha señalado el mitólogo Eleazar Meletinski, dado que los relatos apocalípticos están acompañados por una idea de renovación del mundo, ellos “introducen una cierta corrección hacia el pasado” (2001, p. 212). Pues, en su intento por hipotetizar un futuro próximo, estas ficciones también ponen de manifiesto una revisión de nuestra historia: de los errores que la sociedad ha cometido, de los eventos que estarían signando el fin de nuestra existencia, y del destino trágico que nosotros mismos hemos forjado. En tal sentido, lo pos-apocalíptico parece, más bien, funcionar como advertencia que nos previene de los males que pueden acaecer a un mundo, hoy agobiado por las crisis que instaura el capitalismo, por las cruentas formas de la violencia y de la guerra, y por un medioambiente que cada vez da más signos de agotamiento.

REFERÊNCIAS

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PÉREZ OCHANDO, Luis. Noche sobre América. Cine de terror después del 11-S. Valencia: Universitat de València, 2017.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTAR

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